Pero había un niño triste; cara de ausencia y nostalgia; siempre solo, siempre serio; a punto siempre de lágrimas.
Un niño con una mano; inútil, seca, sin alma, ay que infierno diminuto, era aquella mano lacia.
Desde su cielo, el niño, siempre asomado a la tapia, miraba a mi perro cojo y al mirarlo recordaba...
Un día en una placeta, un perro de pobre casta, una apuesta de buen tino, un silbido una pedrada...y un aullido que se aleja...y un perro, rota una pata.
¡Que frío remordimiento, sentía en su mano lacia!
Mientras tanto, en su cielo, mi perro jugueteaba, con una angelillo cojo, que era el ángel de su guarda.
Hasta que un día jugando, llegaron hasta la tapia, donde estaba el niño triste, a punto siempre de lágrimas.
Un día en una placeta, hambre y sed en su garganta, un niño, la mano en alto; un silbido, una pedrada...y un golpe en su carne y sangre; sangre y dolor en su pata.
Pero los perros no saben, de rencores ni venganzas, por eso mi perro cojo, olvidando la pedrada, se echó atrás, tomó carrera, salvó de un salto la tapia.
Multiplicando mimos y abanicando palabras; con los ojos, con los dientes; con el rabo, con las patas; empezó a lamer la mano, inútil, seca y sin alma.
La lengua del perro fue, para aquella mano lacia; como un regreso de vida, como un reguero de savia, y los tendones muertos, de pronto resucitaban.
Satisfecho del milagro, rabo alegre, orejas gachas regresó el perro a su cielo, pura cojera de gracia.